miércoles, septiembre 13, 2006

Cosas de Literatura

El Margen XXXII

1.-Marx y la litera
tura de terror. Colaboración de La Tecla Indómita.
(Figura: Van Gogh, Tejados, 1886)
Los pasajes de El Capital dedicados a las modalidades de existencia del ejército industrial de reserva (eir) constituyen el punto más alto de la literatura terrorífica. Ni los más magistrales apuntes de Dickens pueden igualarlos, no digamos el terror metafísico de un Edgar Allan Poe. La fuerza en El Capital estriba en la frialdad del científico: alguien que no quiere moralizar sino comprender las leyes (la racionalidad) que rigen un régimen cuyo espíritu central busca la dominación del trabajo ajeno; un sistema en donde las mercancías valen lo mismo para todos en el mercado de los iguales --los escaparates--, sólo que la moneda de los que producen la riqueza vale menos que la de los demás. Al que produce la plusvalía (el productor directo) le cuesta trabajar ocho horas al día algo que vale para el común 15 minutos, y eso en el changarro de Rodríguez Cabo, según él mismo cuenta. No si no eso quiere decir la explotación del trabajo. La desigualdad por principio en un mundo aparente de equivalentes abstractos y de iguales.

La desigualdad es también un hecho temporal –-que no fugaz o pasajero-- en el capitalismo. No es lo mismo, por ejemplo, moverse en ciclos en los que se acumula valor a hacerlo en el ciclo de la reproducción simple. En tanto los capitalistas invierten para obtener un beneficio, sus asalariados se mueven en el terreno de la reproducción simple cuya finalidad es el consumo. No puede haber un mismo lenguaje de un tiempo a otro. NO hay manera de tender puentes. Sólo un evolucionista que se mueve en la fórmula puramente cuantitativa y no conceptual de D-M-D’ (Dinero-Mercancía-Dinero incrementado) puede pretender traducción lineal entre el lenguaje que acumula y el que se mueve en el mero espacio de la reproducción simple y elemental, esto es, en la misma medida siempre.

Marx clasifica los distintos modos en el existir del eir, los divide por actividades y funciones, unos son eir de modo latente, otros pasan a engrosar las filas del pauperismo; todos crecen en cantidad según se desarrolla y se despliega la acumulación capitalista. Nada en Marx lleva al mecanicismo idiota de suponer que el desarrollo capitalista implica el bienestar de todos. Incluso demuestra el resurgir del trabajo a domicilio como otro modo de existir en vida latente del eir y en plena industrialización. La producción de riqueza capitalista es producción de miseria en masa (y global) a un mismo tiempo.

El gélido bisturí de Marx causa terror en estos tejidos. Vivir años de más condena a un trabajador a formar parte del eir, no se salva ni en el jubileo. Marx escribe ahí mismo: “El pauperismo constituye el hospicio de inválidos del ejército obrero activo y el peso muerto del ejército industrial de reserva. Su producción está comprendida en la producción de pluspoblación, su necesidad en la necesidad de ésta, conformando con la misma una condición de existencia de la producción capitalista y del desarrollo de la riqueza. Figura entre los faux frais (gastos varios) de la producción capitalista…

“Cuanto mayores sean la riqueza social, el capital en funciones, el volumen y vigor de su crecimiento y por tanto, también, la magnitud absoluta de la población obrera, y la fuerza productiva de su trabajo, tanto mayor será la pluspoblación relativa o ejército industrial de reserva. La fuerza de trabajo disponible se desarrolla por las mismas causas que la fuerza expansiva del capital. La magnitud proporcional del ejército industrial de reserva, pues, se acrecienta a la par de las potencias de la riqueza” (El Capital, Libro primero, capítulo XXIII, parágrafo 4).

2.-"Un Hombre Libre". Cuento de Salvador Rivera
Como casi siempre había bebido demasiado. Como casi siempre el roce de la araña lo despertó. Como casi siempre no fue capaz de dominar el miedo y no pudo moverse, no pudo gritar, y sudó. Como casi siempre eran las tres de la mañana. Como casi siempre tenía el pantalón puesto, la camisa negra y los zapatos. La boca seca, como casi siempre, la lengua agrietada, los ojos adoloridos y también agrietados y opacos pero con un destello. Tenía, además, la cara roja, verde y azul y anaranjada por el reflejo de una televisión prendida, esta sí, como siempre. Pudo tomar de la botella, tuvo náuseas como casi siempre, y un borbollón amargo estalló en el estómago y llegó a la garganta y subió hasta el paladar, a la nariz y regresó al estomago, al paladar de nuevo y logró, sin embargo, contener el impulso, tragar, volver a tragar hasta por cuarta vez y al final, desde luego, no vomitar, hacer una pausa, jadear, jalar más aire, recobrar el aliento, balbucear, proferir letanías, ofrecer una plegaria al cielo, pedir clemencia, desde lo más profundo de su ser: perdón. Como siempre volvió a tomar de la botella, y también como siempre, la sensación a muerte se hizo tenue, dócil, hasta graciosa incluso, y así, a la manera del conejo en la chistera de un mago, la zozobra, como casi siempre, también se disipó.

Qué alivió, qué desahogo significaba estar en el espacio de los vivos. ¡Puff!, se respiraban otros aires, las cosas se presentaban únicas, radiantes, pero sobre todo, maravillosamente ciertas. La lluvia no era ya el abismo negro con dardos de cristal, puñales de ónix. Era de agua, de gotas traídas desde los azules mares del Pacífico o del Golfo, el rocío arrebatador, rabioso de la exuberante selva Oaxaqueña, del Istmo, de Tuxtepec sobre el río Papaloapan.

¡Mira tú! Que haberse dejado amedrentar por el roce de una araña en la oscuridad, pura banalidad, cruda católica, sólo eso.

¿Habría que irse entonces? Habría que irse en busca de las sirenas del Golfo ¡sí!, por Puebla, recorrer los llanos hasta el límite oriental del altiplano. A partir de la tercera curva, tunel de “La concordia”, puerta de la Sierra de Songolica, el olor a mar, a sopa en un enorme plato de barro repleto de langostinos, ¡crac!, que con castañuelas pardas, ¡crac-crac!, pinzas gitanas, ¡crac!, recargan, ¡trac!, golpe de zapatilla sobre el tablado, ¡trac!, y una ramita de epazote, ¡trac!, y una ramita de romero, ¡trac-trac!, chicuelina del salero y al redondel un sombrero, ¡trac!, ole, ¡trac!, ole capitán torero. Después de la corrida cordobesa, verde Córdoba, cantina bajo el volcán, pero esta vez el de Orizaba, y además, una rocola dorada, Frenesí, quiéreme con frenesí: “¡justo lo que estaba buscando!”. Más ron. La Planicie del Golfo y las vacas pellejudas entre cerritos redondos, y los becerros. Los rechonchos becerros sobre los redondos cerros ¡uy! los berros, repique de los cencerros, el ladrido de unos perros, ¡de prisa!, ¡de prisa!, el ganado a los encierros. Más ron. El puente sobre el río, plantaciones de café, chozas de palma y una hilera larga de postes telefónicos con orquídeas grises encaramadas en los cables. Más y más postes hasta llegar a Veracruz, puerto de nuestra sacrosanta, señora de los homosexuales, niños que debieron arrancarse la verga con tijeras chinas para jugar en el mercado, puerto de Veracruz, bendito seas. Más Ron. Alvarado, solaz desenfado. Más ron. San Andrés, una lagartija de cristal en un hotel de paso , ¡Cuija!. Tiene los ojos blancos, como los ciegos, acecha moscas verdes, como los ciegos, tiene venas violetas, dedos rosados, cola amarilla, patas de rana, como los ciegos. Más Ron. Catemaco, el macaco, mono naco, indio, Saraguato, como Caco: brujo, también. Más ron. Un caminito estrecho, Playa Escondida. Casa de la sirena que está dormida. Playa de la Jimena que está dolida. Sirena, Jimena, mujer ajena. Más ron.

Se incorporó de súbito y buscó las llaves. En una bolsa de mano dos, tres calzoncillos, la chamarra, un libro, la cámara fotográfica y la tarjeta bancaria, ¿y la tarjeta bancaria?

-“Bendecida seas plateada tarjeta, alabado sea por siempre tu divino poder”.

Se persignó frente al espejo retrovisor y salió volando por avenida Revolución, cruzó Martí para quedar estacionado, tan solo dos cuadras adelante, justo frente a Los Ardalios. Qué cosa, las tres y media de la mañana y la cantina abierta. Descendió del auto, empujó las hojas de la puerta y caminó hasta la barra:

-“Qué pasó Enrique”.
-“Qué hay Sherife”.
-“Un Habana doble, siete años”.
-“¿Te lo sirvo derecho?”.
-“Por favor”.

Sherife se quedó allí, sentado, sólo con el servilletero, después con el vaso corto y dos hielos humeantes, tan humeantes como dos camisas blancas bajo la plancha de una tintorería, cuanto humo, pensó. Asunto obligatoriamente chino, volvió a pensar, tan chino como todas las tintorerías que pululan en los barrios bajos de todas las ciudades hermosas del mundo que, por supuesto, podría ser, una de todas ellas, San Francisco, pero también su lado oscuro, Oakland. Claro, dijo o pensó Sherife, el puente que cruza la bahía, primero desde San Francisco a Oakland, después de Oakland a San Francisco, va y viene, va y viene, va y viene. Más allá, mucho más allá, varias torres altísimas, rojas, que sostienen vigilantes el Golden Gate, torres que podrían ser, además, las crestas de una pagoda china, japonesa, vietnamita también, muy, muy a lo lejos. Pero mejor Alcatraz, la isla de Alcatraz y de Alcapones, y un Alcatraz, el ave, que se pudre, se mece con la espuma negra de las olas. Y en la taberna una cerveza oscura, espesa, acompañada de una historia, o sin ella. Tendría que ser una historia contada por Jack London, naturalmente, sólo por tratarse de un de los hombres más lúcidos, más ebrios de todos los alrededores de Oakland, de San Francisco, de California, de todo el mundo, de todo el mundo. ¿Una historia de lobos? ¿Colmillo Blanco, por ejemplo? No. ¿De humanos entonces?, podría ser la historia de Martín Eden, quizás, una historia fuerte, emparentada con amores y suicidios ¿Suicidios?

-“¿Suicidios?, puta madre”, exclamó Sheriff. Y es que algo muy importante había dejado de hacer.

-“Puta madre”. Volvió a exclamar. Y es que se trataba de un olvido imperdonable. Con el puño izquierdo golpeó la mesa, se lamentó, volvió a golpear, bebió, se levantó, quiso irse, pero al final, mejor, quiso quedarse y bebió, de nueva cuenta, bebió.

-”¿Qué pasa Sherife, está usted bien?”, preguntó Enrique.

-“No pasa nada, todo bien”, respondió Sherife.

Enrique dejó la barra y apresuradamente caminó hasta Sherife, le tomó del brazo, lo miró fijamente y preguntó de nuevo.

-“¿Qué pasa, sucede algo?”

Sherife estaba descompuesto, visiblemente consternado. Guardó silencio por un momento y después habló.

-“Las pistas, carajo, no indiqué las pistas”, dijo.

-“No es tan grave Sherife. No es tan grave”. Como si con estas palabras, Enrique fuese capaz de enderezar el tiempo.

-“No indiqué las pistas, carajo, no las indiqué”. Interrumpió Sherife sin prestar atención.

-“Ya me jodí, las pistas, no las indiqué, nadie entenderá la historia”, insistió.

Sherife no estaba exagerando. Antes de salir del departamento debía haber colocado tres pistas indispensables. La primera, tenía que ver con sus propias intenciones suicidas y para ello sólo hubiera bastado mencionar, por ejemplo, que el libro, el mismo libro que minutos antes había tomado de la repisa y colocado con descuido al interior de su maleta de viaje, no era sino la novela de Martín Eden, una de las obras menos conocidas de Jack London pero más estrechamente emparentada con la historia de Sherife. Después, tendría que haber establecido los motivos de Martín Eden para morir, ahogado, en las negras, gélidas profundidades del Océano Pacífico. Dejar claro este punto significaba mucho en la historia de Sherife ya que, a través de su revelación el lector podría entender, de un solo golpe, el terrible significado de las playas del Golfo en el desarrollo del drama, el de Sherife, y de paso, agarrar desde la punta el hilo de la madeja, en donde todas, absolutamente todas las fibras del estambre, desde la boca seca, hasta los ojos quebrados, el reflejo de la televisión, el vómito contenido, etc., etc., etc., deberían jugar, participar activamente en el desenlace sorpresivo, necesariamente sorpresivo de la historia. Pero Sherife había desperdiciado mucho tiempo en poesía, con displicencia había desbarrancado su oportunidad en los “redondos cerros de los becerros con cencerros”, en las tenazas de los langostinos y en una suerte de paso doble cordobés. No, en las historias renacentistas no había espacio para el azar. Ni la entropía, ni las ocurrencias deshilvanadas, ni las imágenes difusas tenían cabida, así lo había determinado el Santo Papa cuando ordenó a su esclavo, Miguel Ángel, pintar historias bíblicas sobre la Capilla Sixtina. Pero para Shrife ya era tarde y, tanto como Galileo, Sherife tendría que pagar las consecuencias.

Las otras dos pistas eran todavía más sencillas, se trataba de dejar constancia acerca de su larga experiencia en el buceo y la natación. Para ello, después de tomar el segundo trago, levantarse de la cama y adoptar la decisión de dirigirse al mar, al Golfo particularmente, debería haber vuelto los ojos hacia los diplomas enmarcados, dispuestos sobre las paredes de su cuarto y decir algo más o menos así:

-“Me cago en la ostia. Medalla de oro en los mil quinientos metros dorso y estrella dorada por el descenso de cuarenta metros a pulmón. Qué bueno que conservé los diplomas, documentos muy útiles sin duda, sobre todo, cuando uno busca suicidarse y que los demás logren entender el asunto anticipadamente”. Sólo con eso hubiera bastado, pero Sherife no lo hizo, todo por sus turbias inclinaciones poetizantes.

-“Claro Sherife, ahora entiendo”, dijo Enrique, “con esos títulos ya podría usted nadar y sumergirse tanto como se le diera la gana”.

-“Así es, Enrique”, respondió Sherife.
-“Bueno Sherife, y dígame, ¿qué piensa hacer ahora?”.
-“Creo que, de todas formas, me voy a lanzar a Veracruz”.
-“Y, con el perdón, Sherife, ¿que carajos tendría que hacer usted en Veracruz?”.

-“Pues, teóricamente, al menos, el asunto no debería resultar tan complicado, respondió Sherife. Para empezar, tendría que salir de los Ardalios como si no te hubiera visto, como si en vez de parar aquí hubiese seguido por Avenida Revolución hasta Viaducto, la carretera a Puebla, y después, efectivamente, el fin del altiplano, la tercera curva y el olor a mar, a sopa, lluvia, neblina, una tormenta fría, y la noche hasta llegar a Veracruz, y después Alvarado y una tormenta tropical, un amanecer en San Andrés, más adelante Catemaco, y al final: Playa Escondida”.

Había bebido durante todo el camino, no se le veía bien. Abrió la puerta del auto, caminó hasta la choza de madera y descorrió la frazada roja que cubría la entrada. Sobre el piso de tierra, en el fondo, titilaban cuatro o cinco veladoras junto a la virgen María. En una larga mesa de pino sólo tazas y platos de barro, un florero, una botella de aguardiente. De la viga principal colgaban lámparas de aceite y una hamaca. Atrás, una figura esbelta, expectante. La abrazó.

- “Jimena, ya no puedo”, y Sherife no dijo más.

Se quito los zapatos, los calcetines, la chamarra, los pantalones. Acomodó el bulto de ropa junto al altar, besó a Jimena, se detuvo a acariciar sus labios, sus ojos, sus extensos ojos de gata. Vio un vitral de colores que como un río se desbordaba en él, vio un sollozo, si, vio un pinche sollozo, y vio, de igual manera, cómo su propia vida, en tropel, se había descuartizado ya, hecho añicos contra el bloque de granito esculpido por las infamias diarias, vio el brillo de los cristales sobre el suelo de arcilla, trató de recogerlos, nadie hubiera podido. Salió de la choza y caminó hacia el mar, sobre la playa. No se detuvo, entró directo al agua y nadó. Nadó hasta contar cien brazadas completas, luego doscientas, después quinientas, mil, mil quinientas, dos mil, tres mil brazadas más y así, hasta perder la cuenta. Cuando al fin se detuvo, de la costa sólo se distinguían los picos de las montañas más altas, las crestas del volcán San Martín, había nadado mucho, había nadado más allá de todos los asideros posibles, y más allá. Hasta donde el mar se tiñe de filones morados, hasta allí, y las corrientes frías logran ascender desde las negras profundidades con sus violentos chorros de vida, y una casi imperceptible, delicada pulsión de muerte, hasta allí. No descansó, no lo necesitaba, tenía que llenar los pulmones e iniciar el descenso para llegar, al menos, hasta la marca de los 40 metros. Jaló, jaló todo el aire que pudo. Alzó los brazos e impulsó el cuerpo como si quisiera tomar vuelo, ya en lo alto, flexionó hacia adelante la cintura, dirigió la cabeza hacia abajo y con la punta de los dedos logró romper, en posición de picada perfecta, la delgada superficie oceánica. Avanzó, luchaba contra su condición de globo humano. Los seis primeros metros fueron los más difíciles, pero igual hasta los siete y los ocho. Un intenso dolor de tímpanos lo obligó a compensar y, después, nuevamente, emprendió el descenso. Diez, doce, catorce, dieciséis metros más. De ahí continuó hasta los dieciocho, veinte, hasta los veinticinco. Había aprendido de Martín Eden que la única forma de engañar el instinto y no retornar hacia la superficie, era, además de cargarse de aire, bajar hasta las profundidades con los ojos cerrados. Pero Sherife los abrió. La oscuridad y el abismo lo hicieron aspirar una inmensa bocanada de agua e inundarse de sal, de olas amargas. Ni siquiera tosió, vio una grieta en el fondo, una grieta de luz, era un pliegue sin tiempo, un instante, infinito. Cayó, como una hoja lanceolada cae en la hojarasca, cayó como una pluma blanca de paloma cae, meciéndose en el viento, en las tinieblas del océano, cayó. Y Sherife calló.

-“No, Sherife, qué bueno que siempre no se fue a Veracruz”, dijo Enrique palmeándole la espalda, “nadie hubiera podido entender su pinche historia, vamos, ni siquiera sus pinches maestritos(*) ”.

Ya el sol iluminaba la calle cuando Sherife abandonó Los Ardalios, salió hasta Avenida Revolución, abrió la puerta de su auto, encendió la marcha y se fue.


(*)Esta referencia obedece a que, el día en que fue leído el primer borrador, entre los asistentes a la presentación se encontraba el profesor Gerardo de la Torre, uno de los representantes más destacados del cuento latinoamericano contemporaneo y crítico implacable de la obra de Rivera.
La segunda y tercera ilustraciones son obras de la pintora francesa Francoise Devaud. "Playa Escondida" 1 y 2.

2 comentarios:

el andrei dijo...

A riesgo de parecer admirador, o un mentiroso, digo que yo aplaudí este cuento en su presentación. Y lo sigo aplaudiendo. Creo que por esos pliegues se puede escapar de ese mar denso, espeso, que otros llaman narrativa, lleno de anclas y transátlanticos fantasmas.

Anónimo dijo...

¡Me encanta! Muy fina la pluma y profunda la tinta!!!

Creo que hasta 'los rechonchos becerros sobre sus redondos cerros', pueden captar algo de ese 'imperceptible, delicado olor'.

Ginette